13.8.12

Seguía y dejó.

Necesitaría una silla. La soga ya la tenía cerca, tuvo que utilizarla para cargar el piano antiguo que le dejó la abuela a su sala. Vivir en un 10mo piso nunca fue fácil, hay mucho por subir y es difícil, y los temblores se sienten peores. Caminó al comedor y jaló la 8va silla, una de las que daba como cabecera de la mesa. Nunca comprendió por qué tenía una mesa tan grande cuando solo estaba él entre esas paredes, una soledad multiplicada en objetos.

Rayó un poco el piso al arrastrarla. Estaba recién lustrado. María, la chica que ayudaba a limpiar, había hecho un magnífico trabajo. Podía verse reflejado en ese parquet reluciente, brillante. Podía verse y dadse cuenta por la expresión de su cara, que sería la última vez que se vería reflejado, la última desde sus ojos.

Tenía lámparas colgadas del techo. No eran frágiles, por lo que podían sostener su peso. Ya se habían colgado de ahí numerosas piñatas de los pasados cumpleaños de sus hijos, un par de gemelos hermosos, 9 años, incomparables. Acomodó la cuerda. Una vuelta, dos vueltas. Un nudo, dos nudos. Dejó el tamaño perfecto para su cabeza. Jalaba la silla cuando echó a llorar. A lo lejos estaba la foto sonriente de su familia. Estaba Camila, su linda esposa, Matías y Miguel, los gemelos hermosos. Lloraba de desdicha, lloraba de pena. Lloraba de frustración y de sufrimiento. Lloraba de dolor, de necesidad y de extrañar tanto. Lloraba de haberlos morir, y de desearlos tanto.

Quería irse. Quería partir. No entendía para qué más iba a continuar aquí. Para qué más iba a tratar de vivir, cuando toda su vida se acababa de ir, acababa de dejar de latir, acababa de morir. ¿Para qué estar presente en cuerpo cuando no se está en alma? Nada tenía sentido. Acomodó la silla. Seguía llorando. Seguía gritando. Seguía parado. Seguía saltando. Seguía sufriendo. Seguía agonizando. Seguía sintiendo. Dejó de latir. Dejó de sufrir. Dejó de vivir. Comenzó a sonreír.