22.11.10

La Cocinita

El atardecer estaba por ocurrir. Era hermoso ver el sol ponerse en la playa. Ese mar norteño, tan lleno de vidas, de expectativas, de historias y carcajadas, lleno de colores y de miles de atardeceres; eterno al sonido insaciable de las aves, eterno a mis ojos y a la paz del reflejo del cielo. Te sentaste a una piedra de mí. Tu sombra se proyectaba de una forma cada vez más larga a tus espaldas, tus piernas se encogían para no perder el equilibrio, y tus cabellos danzaban imparables al viento.

Volteaste y me miraste. Hacía años que iba a esa playa, de pequeña todos mis veranos las pasaba en aquella misma orilla, en aquella misma casa, mirando el atardecer desde aquellas mismas piedras. Y aunque el agua que me mojaba los pies siempre fue distinta, y la arena con la que rellenaba los huecos siempre fue distinta, y aunque aquellas nubes que cubrían otro hermoso atardecer siempre fueron distintas; toda mi vida e infancia en ese lugar fue lo mismo, paz enorme y felicidad eterna.

Jamás te había visto en el pueblo. Pasaron años que no iba a la playa, pero no fueron tantos como para olvidarme de todos. No te reconocía, no te había visto en ningún otro lado, pero no me faltaban ganas para conocerte. Te vi por primera vez en el verano de ese año, fue una corta estadía la que tuve, pero suficiente para verte y no dejar de pensarte. ¿Me habías visto tú a mí? Nunca me atreví a hablarte. Estabas siempre jugando voley con las chicas del pueblo, pero por más que buscaba la oportunidad, siempre tú debías irte o lo hacía yo, y nunca pudieron presentarnos. Tenía miedo de hablarte, y el aparente destino jugaba el turno por nosotras.

Aparecías en la orilla, aparecías en la plaza. Aparecías en la bodega o entre los botes de lo que hacía años fue un muelle. Los días pasaban y dejaban a nuestras sombras en casuales encuentros. Ni "hola", ni "chau"; ni "perdón", ni "permiso" nos llegaron a unir, sólo éramos miradas fijas a los ojos. Cómo me encantaba tu mirada.

Siempre fui tímida con quienes realmente me interesaban. Espontáneamente mirarte me causaba una sonrisa, y no necesariamente porque me hicieras gracia, sino por alguna sensación que causabas. Sonrisas, sólo eso demostraba. Tu piel se tornaba de cada vez un poco más oscura, un poco más dorada; sea como sea, siempre te veías linda. Tu cabello se aclaraba y esas lindas ondas bailaban como ningunas cuando el viento soplaba y soplaba a tu rostro. Cómo disfrutaba verte.

Me miraste desde aquella piedra. Me miraste fijamente. Yo hice cómo si no estuvieras ahí. Por hacerme la interesante, quizás. Pero no resistí a la sensación que me dabas. Volteé a verte y rápidamente miré al frente de nuevo. Te reíste. Yo también. Era incapaz de mirarte a los ojos sin quedarme inmóvil. Me sentía avergonzada. Miraste al cielo tú también. Era puro silencio, pero nunca se tornó incómodo. Entonces cogiste una piedra y la lanzaste al mar. La Cocinita, como llamábamos a ese lugar, era conocida por estar precisamente frente al sol al ocultarse, creando uno de los mejores atardeceres que he visto en mi corta vida. Está llena piedras grandes que debemos de pisar con mucho cuidado para no resbalarnos, y entre dos paredes enormes de roca, se forma una especie de U enorme, que alberga a un gran número de focas marinas en la parte inferior, quienes se sientan a acompañarnos a ver el espectáculo de la puesta de sol.

Me reí un poco al ver que tu piedra no llegó al mar, ni a las focas. Volviste a mirarme, riéndote, me dijiste que no me burle de ti, y yo, como siempre, me excusé diciendo que no era una burla, simplemente me dio risa. Te llamabas Melissa, me dijiste, y yo medio tartamudeando te dije mi nombre. No dejaba de sonreír y mirar al piso, mirar al cielo, a las piedras, a las focas. No sabía qué hacer, cómo actuar. Tú te reías de mí, notaste mi desesperación y mi vergüenza, sinceramente, debí haberme visto muy patética.

Te paraste y te sentaste en la piedra del costado. Tus piernas se estiraron un poco, dejando a tus All Star moradas casi a la misma altura que mis Vans verdes. Volví a desesperarme. Siempre sonriendo me contabas sobre ti. Estudiabas Psicología en la UNIFE, estabas por terminar a fin de año, amabas tu carrera pero no disfrutabas trabajar en oficinas, lo tuyo era hacer diagnósticos privados, manejar tu propio consultorio. Estabas siempre muy entusiasmada al hablar de la universidad, de tus buenas notas, de tus amigas y las expectativas que tenías de trabajar. Yo te escuchaba atentamente, la psicología es un campo siempre me ha gustado, quien sabe, quizás, una segunda carrera.

Entre risas, miradas y sonrisas, preguntaste por mi vida. No me detuve en muchos puntos, pero no a cabo de mucho tiempo me conociste bastante. Me encantaban los gestos que hacías con tus manos, la forma en la que tu cabello bailaba al reírte, tu mirada. Cómo me encantaba tu mirada.

No sé cuánto tiempo pasó cuando comenzaste a llorar. Nunca creí que alguien tan dulce y tan aparentemente feliz como tú, fuera a caer en llantos de aquella forma. Te abracé como si nunca más te fuera a abrazar. Te calmé como si nunca fueras a dejar de llorar. Te acaricié como si ya te fueras a romper. Te volví a besar como si fuera la última vez que lo fuera a hacer. Y aún con ojos llorosos tu mirada era hermosa. Fijamente me mirabas. Fijamente me sonreías. Fijamente me pedías perdón por la escena de llanto, a lo que yo respondía con otra mirada que decía cómo la comprendía. Me volviste a besar.

Esa tarde fuiste tú quien antes me besó con su mirada. Fuiste tú quien me arrebató el cansancio y la soledad. Fuiste tú quien marcó sobre la roca de mi vida un nuevo pasaje, una nueva historia, un nuevo aprendizaje. Esa tarde fuiste tú quien me mostró la belleza de la vida, que aún con lluvia sale el sol y se forma en un lindo arco iris. Porque fuiste tú quien me cautivó más allá de una vida o un momento, mucho más allá que un sueño o que una despedida.

Aquel verano terminó sin que me llegaras a explicar el por qué de las lágrimas. Nunca te pregunté, nunca me contaste. Pero fueron eternos y bellos momentos los que llegamos a pasar. No dejamos de ver ni un sólo atardecer juntas en La Cocinita, hasta que un día desperté y tú no estabas. Nadie en el pueblo entendía por qué me preocupaba tanto en saber dónde estabas. Nadie entendía por qué corrí tan desesperadamente a la ciudad al saber que te fuiste para allá. Posiblemente ni yo lo entendía con claridad.

Ese atardecer lo vi sola en La Cocinita. Tu piedra estaba vacía. Mis piernas mojadas de tantas lágrimas que solté, y hasta las focas, tristes, huyeron a otro lado a ver el atardecer. Comprendí entonces por qué llorabas en esa primera puesta de sol. Comprendí por qué hablabas de la vida como un amor de verano, como algo que sabes que acabará, pero que sabes que lo que viviste tan intensamente nunca se borrará de tu vida.

Y es que tú me enseñaste que así como el cáncer, que tan callada tenías, te quitó la vida en unos segundos, puede ser cualquiera la situación que nos obligue a dejar este mundo sin que queramos. Y me enseñaste a abrir los ojos y mirar al atardecer sin desear que se termine, sin desear que se detenga; sólo mirando, sólo sintiendo, sólo viviendo. Y las lágrimas que hoy boto, los recuerdos que hoy tengo, tu sabor que hoy guardo; no son más que las memorias que siempre vivirán intensamente en mi mente, porque tú te arriesgaste, tú te levantaste. Tú te reíste del dolor y de la enfermedad, de la desdicha y la mala suerte; tú miraste al atardecer y diste una sonrisa, me miraste y diste una sonrisa. Tú transformaste la desgracia en la dicha de tu vida, y transformada en una eterna sonrisa, una sincera mirada, llevaste tu felicidad y alegría a los rincones de las almas de los demás. Tú llevaste la dicha del verano al rincón de mi alma.

Y así, contigo, yo aprendí a no ver el atardecer en La Cocinita, aprendí a sentirlo. Y sobre todo, aprendí a vivirlo. Gracias Melissa. Que en paz descanses.









A quienes no ganaron la lucha contra el Cáncer, pero supieron mejor que nadie a vivir la dicha de la vida. A ellos, se los dedico.